Feminismo desde lo afectivo

Escrito por: Andrea Gálvez Soto

"Si el conocimiento es poder, la ignorancia también es poder." 
- Frances E.W. Harper

Al comienzo el feminismo era un ruido en la parte de atrás de mi mundo. Siempre en off, fingiendo entender por la responsabilidad de ser mujer, pero nunca entendiendo las dimensiones de lo que era el feminismo como filosofía, política y estilo de vida. Al principio caí en las redes del no saber y decía frases comunes a hombres y mujeres cuyos ojos simplemente no pueden ver esa violencia normalizada que se encuentra en el diario vivir de ser mujer. Cosas como “qué más quieren, ya lo logramos todo” “ahí están exagerando” “no todo lo malo que les pasa les pasa por ser mujeres” “no todos los hombres son malos u opresores”. Las explicaciones que mis amigas ya feministas, bastante más formadas que yo, me daban sobre la violencia estructural y la violencia epistémica se quedaban en términos confusos y el miedo a quedar como una machista ignorante me hizo fingir una sonrisa y decir: sí entiendo. Cuando la realidad es que solo salía de esas conversaciones nublada y desando que el lenguaje fuera un poco menos intimidante para poder relacionarme, aunque sea un poco con él.  El tiempo pasaba y mis amigas se hacían cada vez más feministas, nuevos términos empezaron a aparecer tales como feminismo marxista, feminismo radical, feminismo liberal, feminismo gordo, afro, indígena. Mi mundo ahora empezaba a contar con batallas feministas entre si se podía decir o no que existían varios géneros y yo me sentía paralizada sin las herramientas necesarias para entender los debates que se estaban dando, mucho menos para tener una opinión.

Así pasaron los primeros años durante mi carrera. El feminismo que de a poco me seducía y luchaba por ser parte esencial de mi vida, y yo que aún no lo lograba entender y sentirme identificada con él, cargando por supuesto la culpa que esto genera. En medio de esa culpa intente acercarme a textos que me explicaran eso que aun no lograba entender. Leí, por ejemplo, feministas norte americanas que hablan de teoría feminista y como resultado el lenguaje que estas usaban funcionaba como una barrera. No podia conectarme con una lucha que se suponía que, como “científica social” (aunque siempre me ha parecido extraño e innecesario el uso de la palabra científica, pero al parecer le da peso a lo que “hago” o pretendo hacer) y mujer tenia que sentir a flor a de piel. Me monté un personaje que fingía entender lo que estaba sucediendo y de a poco me iba informando e interesando por las luchas que eran de discusión diaria con mis amigas. Empecé a intentar analizar un poco más mis relaciones con los hombres que jugaban papeles importantes en mi vida, hice un recuento de mi sexualidad a ver si entendía algo que en su momento no pude entender. Aunque estos procesos introspectivos y reflexivos impulsados por las cosas que leía sirvieron como un buen primer paso para abrir la puerta a lo que vendría, aun no lograba lo mas importante que se necesita para poder dejar que una lucha, como lo es el feminismo, verdaderamente me atravesara.

En mi cuarto semestre de universidad cuando ya empezaba a ver clases que despertaban un interés distinto, apelando a mis emociones, ciertos comportamientos en clase empezaron a resaltar. Noté como las manos que mas veía en el aire eran manos de hombres. Noté en las miradas de mis compañeras la misma incertidumbre que había en la mía cada vez que teníamos ganas de hacer una pregunta o un comentario. Noté la seguridad en la voz de los hombres al decir sus comentarios, mientras una mujer al hablar muchas veces iniciaba su participación con: no sé si lo que vaya a decir esté bien, u otras maneras de justificar su comentario como preámbulo de su participación. Al principio pensé que era una casualidad, que estaba loca, y que tanta teoría feminista estaba filtrando mi manera de ver el mundo, hasta que un día viví una experiencia que me hizo sentir tanta vergüenza que preferí nunca mas volver a hablar en clase para dar mi opinión o hacer una pregunta.

Un día en una clase de Kant  estábamos hablando del conocimiento que se producía por la experiencia y el conocimiento que se producía por el uso de la razón, es decir de los juicios analíticos y los juicios sintéticos. Para mí entender que un conocimiento existiera sin experiencia alguna sino por el mero razonar era una idea muy abstracta. Pues sentía que, aunque se pudiera deducir que debajo de una casa había un soporte construido, y que esa era una certeza que se podía tener, por más de que no se desbaratara la casa para ver el soporte (empírico), esta información nacía por la experiencia colectiva que se ha creado de cómo se debe construir una casa pues se sabe que se necesita un soporte. Siendo esto así, estaba intentado expresar mi punto de vista en clase para que el profesor pudiera explicarme bien la diferencia entre estos juicios, con exactitud quería entender bien cómo funcionaba el juicio analítico. Tras terminar de hacer mi pregunta y antes de que el profesor pudiera contestar, un estudiante hombre al cual le guardo mucho respeto y cariño, me interrumpió y dijo: “lo que la compañera quiere decir”, y prosiguió a dar su interpretación de mi comentario. No recuerdo si efectivamente logró o no trasmitir lo que yo estaba preguntando, el profesor lo miró a él, respondió su interpretación de mi pregunta y la clase continuó.

Ese mismo día, tomando una café por la tarde con un amigo le pregunte que si lo que había dicho en clase había sonado tan incoherente, a lo que él se rio y respondió que no me preocupara por eso que ya todo el mundo lo había olvidado, pero yo no, yo no lo había olvidado. En la última clase del día seguí pensando en aquel suceso que me había dejado tan insegura, y aunque parte de mí no lo quería comentar más, hice el ultimo esfuerzo y lo hablé con una amiga que también estaba en esa clase. Le hice la misma pregunta que a mi amigo esperando un respuesta similar a la de este: “¿lo que dije en clase estaba sonando muy enredado, muy incoherente?” a lo que mi amiga contestó: “la verdad no, yo también estuve pensando eso durante el día y me pareció que lo único que el estudiante dijo fue repetir lo que estabas diciendo, cambiando un par de palabras”

Tras esta experiencia de sentir una sutil represión algunas cosas que pasaban como invisibles antes, de lo normalizadas que estaban, empezaron a tomar color frente a mis ojos. Vi cómo los estudiantes hombres, que también se interrumpían entre ellos, lo hacían con una connotación de respeto que por alguno motivo no existía frente a las mujeres. Lo hacían preguntando: no sé si esto es lo que quiere decir, seguido por su opinión y finalizando con la pregunta ¿sí lo entendí bien? Pero a mí no me habían hecho esa pregunta, ¿Por qué a mí no me habían hecho esa pregunta? ¿Por qué a mí no me habían pedido permiso para opinar frente a mi intervención? ¿Por qué a mi si me habían robado la palabra?

El instinto de sentir que estaba loca duró ahí mucho tiempo, las conductas que ahora veía las intentaba evitar y repetirme constantemente que estaba exagerando, hasta que llegó a mí una pregunta que de cierta forma organizó todo lo que estaba desorganizado. Me pregunté entonces si estas conductas que estaba viendo eran normales. De ahí surgió toda una investigación de lo que la palabra normal representa. ¿Normal quiere decir natural y justificado o normal quiere decir repetido, común y colectivo? Cualquiera que fuera la respuesta empecé a darme cuenta de que la norma muchas veces era violenta y violenta con V mayúscula. La norma era asumir que si teníamos alguien parado enfrente este era heterosexual hasta que nos indicara lo contrario, la norma era que más hombres hablaran dentro de una clase de filosofía que mujeres, la norma era que más hombres estuvieran en grupos de lectura que mujeres, la norma de cierta forma no era normal. Y al ser normalizada se esta in-visibilizando la estructura detrás de estos comportamiento y el efecto que generan en ambos géneros, los cuales replican comportamientos, de manera inconsciente, que alimentan esta “normalidad”. Mi forma de ver la vida empezó a moldearse, el sentimiento y la experiencia “violenta” que viví me habían hecho entender un movimiento social que toda la literatura académica no había logrado

Todo empezó a acentuarse más el día que me invitaron a una charla para ver si se creaba o no un comité de genero en el departamento de filosofía. Llegué ese día con curiosidad de saber qué íbamos a hablar, pero también con expectativas de entender poco, ya que como mencioné antes la teoría feminista siempre me había conflictuado y funcionaba mas como una barrera que como una herramienta. Fui una de las últimas en llegar y me topé con casi todas mis compañeras de clase y varias profesoras del departamento. La conversación empezó con la pregunta: ¿Cuál ha sido su experiencia siendo mujer en el departamento de filosofía?  Todas empezamos a participar y así se fueron amontonando historia por historia testimonios que desaparecieron esas ganas de autodenominarme como loca por pensar que aquellos comportamientos que me descolocaban eran violentos. Las profesoras hacían mención de que ellas podían ver como eran las mujeres las que menos participaban en clase, que intentaban incentivarlas y muchas veces se topaban con caras inseguras, que se notaba las pocas ganas de participar. Contaban que muchas veces era interrumpidas por estudiantes masculinos que intentaban explicar que era lo que estaba diciendo el autor, ya que la interpretación de ellas era insuficiente. Preguntaron si esto también pasaba en las clases con los profesores, a las que todas, después de pensar un rato, respondimos que no. Contaban sus experiencias como estudiantes y al narrar sus historias parecía que estuvieran narrando las nuestras. Entre más avanzaba la conversación se fueron dejando de lado las formalidades, ya no se empezaba cada historia con un: "quiero aclarar que no todos los hombres son malos, pero..." O un “no es que yo piense que este profesor sea machista, pero me pasó lo siguiente…”. Las profesoras fueron perdiendo un poco ese filtro que les imponemos que las hace ver distantes desde nuestro ser estudiante y por unos momentos de diálogo, ya no éramos los títulos que nos separaban, sino que todas éramos mujeres dentro del mundo de la filosofía, con historias en tiempos distintos pero similares.

 En esa tarde se descargaron sentimientos que todas habíamos tenido miedo de pronunciar, sentimientos que buscábamos entender por otros lados, sentimientos que muchas veces suprimimos por el miedo a estar locas. Creamos un momento que partió en dos mi forma de desenvolverme en el mundo, un antes y un después de un despertar feminista. En donde me di cuenta de que lo que había aprendido de la opresión a través de mis experiencias como mujer en un departamento patriarcal era válido, era real y era hora de que alguien dijera no más. En ese momento el peso de la locura empezó a tomar nombres teóricos, términos como mansplaining y gaslighting llegaron a mi vocabulario y me di cuenta de que toda la producción teórica de la rama de la filosofía que es el feminismo había partido de la experiencia. No había partido de quedarse horas pensando sobre los problemas metafísicos, ni sobre si el conocimiento era sintético o analítico, había partido de el diario vivir de una mujer. Había partido de la opresión patriarcal que cada mujer activa dentro del feminismo había sentido, ya sea al vivirlo en su propia piel o al verlo y sentirlo.

Cuando perdí el miedo a la locura del “ser feminista”, el miedo al título de “exagerada”, de que los hombres de mi vida me cogieran fastidio, el miedo de pronunciarme cuando un comentario estaba mal, aprendí a vivir de nuevo. El feminismo me dio una capacidad de ser feliz que nunca había experimentado, lo que había aprendido no pasaba únicamente para poder tener conversaciones filosóficas e interesantes con mis compañeros, ni había entendió la manera en que un autor comprendía cosas como la verdad, la razón, la ley, la ética o la moral. Lo que aprendí pasaba de ser papel y lápiz a ser vida misma. De la mano de esta experiencia feminista atravesé una traición de la que en su momento (muy ingenuamente, pero no por eso menos real) pensé que jamás me iba a recuperar, una traición que me llevó a traicionarme a mi misma, a mi amor propio, a mi cuerpo, a mis deseos y a mi felicidad. Y el renacer de esa traición lo sentí posible gracias a las herramientas que el feminismo me daba para desenvolverme como mujer en un mundo donde ese título me limitaba de muchas cosas.

El tiempo pasó y el feminismo me dio la seguridad que todo el conocimiento del mundo jamás me hubiera podido dar. Alivió cicatrices de mi adolescencia que no sabía que estaban ahí pero que al no cerrarlas y poderlas modelar no me dejan ser enteramente yo, lo que sea que es signifique. Me dejó desenvolverme sexualmente sin culpa, sin miedos, con cariño. Le dio el alivio a mi cuerpo de no ser el molde perfecto que constantemente estaba buscando. Me ha quitado de a poco el miedo a preguntar y el miedo a reconocer que hay comportamientos patriarcales y opresores dentro del Departamento de Filosofía de la Universidad de los Andes, al igual que en la Facultad de Ciencias Sociales. Me hizo revivir la relación que tengo con otras mujeres, pasaron de ser competencia a ser compañía, y la mejor compañía. El feminismo dentro de todo sus esplendor para mí fue y continúa siendo una experiencia religiosa.

Finalmente, y como rendición de cuentas, aunque no haya nadie a quien se las tenga que rendir, la rabia que aún siento, pero ahora como motor de cambio, me llevó a tomar la decisión de ser parte del comité de género de filosofía. Con la meta de evidenciar, educar e instruir a todos los que hacemos parte de este, como los roles que estamos jugando replican comportamientos históricos de opresión y son responsables de que: (como las estadísticas lo demuestran) más mujeres desertan de la carrera de filosofía y menos se presentan para ingresar. Evidenciar también cómo muchas veces el reflejo del pensum y las dinámicas que se dan en clase imposibilitan la relación entre las mujeres y la carrera. Esto con el fin de que la imagen de la filosofía tenga también un tinte feminista. Porque le pregunto a usted que llegó hasta al final del testimonio, ¿qué imagen se le viene a la mente cuando le digo dibújeme en forma humana una figura filosófica?

Si replicamos esta pregunta por todo el departamento, ¿Cuántas faldas vamos a ver? ¿cuantos dibujos negros tendríamos? ¿Cuántos con rasgos latinoamericanos? Si su respuesta se acerca a la mía ¿no cree usted que acá hay un problema?

Bibliografía: James W.  Pragmatismo. Un nuevo nombre para viejas formas de pensar (1907).



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