Preciosa y juiciosa
Por: María Alejandra Gallego
Preciosa y juiciosa
A mi querida mamá
Claudia
miró por el retrovisor del auto, y observó a sus dos hijas con la cabeza gacha
tecleando en su celular a velocidades que ella no comprendía, volteo
ligeramente y descubrió a su marido haciendo lo mismo, suspiró y con la mirada
fija en la carretera preguntó :“¿no sería lindo hacer un viaje familiar?... ¿a
algún lugar en la naturaleza? Como solíamos hacerlo…”, sin embargo, no recibió
respuesta, continuó con la mirada perdida y decidió no insistir al respecto;
iba camino a visitar a sus padres, como era de costumbre los domingos, y
durante el camino lanzaba una que otra pregunta que era ignorada o que su
familia respondía asintiendo levemente sin levantar la vista del celular.
Claudia
tenía muchos momentos así, en los cuales sentía que flotaba en un mundo donde
estaba completamente sola, y donde cumplía las funciones que debía, pero de
algún modo no pertenecía. Pensaba que todo el mundo tenía un universo propio de
aspiraciones, y que ella únicamente vivía para sostener la vida de los demás.
Era en esos momentos, cuando todos aquellos que usualmente la necesitaban
estaban ocupados, que pensaba en su pasado, y cómo su vida se había
desarrollado para llegar a tal punto.
Claudia
recordaba a su barbudo padre, Rodolfo, un hombre cuya madre había fallecido a
una edad muy temprana y cuyo lema de vida era “el vivo vive del bobo”.
Recordaba que su padre no reparaba en la importancia de los sentimientos, y no
encontraba ningún conflicto en decirle que de sus 4 hijos, ella, Claudita, era
su favorita. A Rodolfo le agradaba porque era una niña frágil, preciosa, de
cabello color miel y ojos tiernos e inmensos, de carácter bastante
obediente, y lo que él definía como “una niña muy de casa”. Ella sabía
que en el colegio no tenía muchas amigas, y se lo atribuía a la extrema
timidez que la acompañaría toda su vida. Sabía que jamás iba a ser tan chévere
como su hermana Daniela, una mujer extrovertida de chistes elocuentes y
voz segura; pero eso no importaba mucho, porque ella sabía que ser “una niña
muy de casa” a largo plazo iba a traer cosas mejores. O eso le habían dicho.
En
tiempos de su adolescencia, Claudita creció para ser una mujer aún más hermosa.
Todos a su alrededor resaltaban constantemente que su valor se centraba en su
juicio y belleza; le decían que se mantuviera así, que era lo ideal. Sin
embargo, el problema radicaba en que para esas épocas, las cosas en su casa
empezaron a ponerse peor y peor, ya que su hermano mayor, quien desde pequeño
se escapaba para salir a jugar afuera hasta altas horas de la noche, al crecer
había comenzado a consumir drogas con los mismos amigos con los que antes salía
a jugar fútbol, y la verdad, este fue uno de esos casos en los que de las malas
situaciones sólo surgen situaciones peores. La familia se fracturó, lo cual no
le llegó bien a Claudia, quien creía que reaccionar, buscar ayuda, o incluso
llorar y patalear, era discordante con ser una señorita preciosa y juiciosa.
Entonces se quedó callada, como supo hacerlo por el resto de su vida, ya que no
quería perder aquello con lo que se identificaba: la quietud y la obediencia.
Y
entonces Claudia se enamoró de verdad, y reafirmó la teoría de que la sociedad
buscaba una mujer como ella cuando todo empezó a caer en su lugar como se
suponía que debía hacerlo. Primero la carrera, después el esposo, la
independencia, y las dos hijas. De esa forma, la vida se le fue dando mientras
la normatividad producía en ella un silencio diplomático. Aprendió a construir
su vida desde las sombras, abriéndose paso en silencio sin incomodar a nadie. De
esta manera, asintiendo con sus grandes ojos color miel, consiguió todo lo que
creía que quería, pero en esos momentos de silencio, en los que ella manejaba,
cocinaba o trabajaba, recordaba que seguía flotando en este espacio vacío que
jamás entendió por qué no compartía con nadie más.
Perdida
en sus pensamientos notó que ya había llegado a la casa de sus padres. Miró
hacia arriba y murmuró, “el cielo está muy despejado, si tenemos suerte
podríamos comer el postre afuera…” pero ya el carro estaba vacío. Bajó y
contempló su alrededor un par de segundos más, y al entrar a la casa su
padre la abrazó estrechamente con orgullo, mientras le preguntaba: “¿has estado
juiciosa? ¿y las niñas?”. Claudia asintió distraídamente, aún pensando en el
cielo azul.
Casi lloro
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