Mujeres bellas y tristes
Por: María Sofía Vergara
La primera vez que vi a Elizabeth tenía unas ojeras tan oscuras y grandes que parecían pedazos de cera derretida por toda su cara. Sus pobres ojos hinchados de tanto llorar a duras penas se abrían bajo la luz blanca e intermitente de la cocina, donde todos los días tenía que freír la yuca y el plátano. Su pelo era corto y quisiera decir que liso, pero más que liso era tieso. Muchos días sin agua caliente o sin ganas de lavarse a profundidad su conflictuada cabeza, repartida entre esposos, hijos, sobrinos, nietos, y su grasoso cuero cabelludo. Su pelo se veía desde lejos negro y tieso, y de a momentos, unos apenas perceptibles pelos blancos, se asomaban en su cabeza como cuando pequeños pedazos de comida se quedan atrapados en los dientes. Pero tampoco puedo dar más detalles de su cabeza porque siempre me dio mucha pena mirarla tanto tiempo, así fuera de reojo. Lo que sí sé es que su cuerpo era grande y pesado y cuando subía las escaleras tenía que cogerse muy bien de la baranda por si acaso un desliz del pie la fuera a dejar inerte en el primer piso, donde todo este tiempo se había quedado pegadas las suelas de tantos zapatos que llegaban de la calle llenos de agua sucia.
Sé que sus pantalones siempre se veían incómodos en su cuerpo y que apenas le tapaban la parte baja de la espalda, por donde se asomaba una considerable parte de su cadera, apretada a la fuerza por el botón del jean. No le vi más de tres pantalones y tan solo me acuerdo de unas cuatro camisas, entre verde y rosado pastel. Más allá de eso no me acuerdo mucho. Sé que tenía una ruana color hueso que se ponía solo los fines de semana, y que difícilmente le veía de a pedazos porque casi nunca salía de su cuchitril húmedo, al lado de la lavadora y el trapero. Entre semana subía las escaleras con unos tenis muy pequeños diría yo, en comparación a la voluptuosidad del resto de su cuerpo, y cuando se metía a lavar la ducha del baño, los dejaba afuera y se metía descalza. De lejos yo lograba verle sus uñas largas que hace mucho no tenían mantenimiento, mientras salía de la ducha apurada para decirme, ¿Reina, ya puedo entrar a trapear tu cuarto? Y sin evocarlo a conciencia, me acordaba de todas las mujeres que me durmieron en sus pechos, cantándome canciones inventadas en sus barrios, donde compartían por las noches el mismo miedo a lo masculino y a lo incierto, y llegaban todas las mañanas rozagantes y olorosas a bus, frío y cremas humectantes con olores frutales.
De todas ellas me acuerdo de sus alientos, del olor de sus manos, de la suavidad de su ropa. Las veo saliendo los domingos en las mañanas, en silencio y desde muy temprano, dejando una ráfaga de perfume de vainilla y con el pelo recién peinado y bien lavado. Las veía saliendo con los jeans apretados que no se ponían entre semana, por el arduo trabajo, y los zapatos que guardaban en las mismas cajas donde los compraron, solo para estrenarlos los domingos. Me acuerdo de escucharlas caminar por la cocina y sentarme en la escalera para verlas salir por la puerta, decirles muy suave para no despertar a nadie Doris, ¿para dónde vas? ¿Y por qué no te despides? ¿Vuelves temprano? ¿Me lo prometes? ¿Dónde es tu casa? ¿Puedo ir contigo? Negrita, no te demores mucho ¿sí? Pero entonces ¿hoy no me vas a hacer el desayuno? ¿Me prometes que me quieres? ¿No te olvidarás de mí, hoy que es domingo? Neni, está muy temprano, Yo te acompaño, déjame ir contigo, llévame en el bus, yo no le digo a mi mamá, lo prometo. Y después de tantos domingos de desnudar el alma y ver tan de cerca el abandono, dejé de despertarme por el sonido de sus pasos mañanero y dormía hasta más tarde, hasta que bajaba a la cocina a buscar rastros de ellas en sus cuartos y solo encontraba la cama bien tendida y un olor muy sutil de jabón o de shampoo ya diluyéndose con la sensación melancólica de todos los domingos sin ellas.
Tantas mujeres, que distinguía en mi niñez por su olor particular y de quienes recibía o no alimentos porque su aliento me soplaba angustia o demasiada tranquilidad. De una de ellas me acuerdo vivamente, porque además de que sus uñas siempre estaban pintadas de rojo vinotinto, largas y muy bien afiladas, su pecho era el único que me dormía después de horas y horas del llanto penumbroso de las seis de la tarde, llanto que me entraba indefinidamente como un demonio y se iba únicamente asustado por las tetas de la Negra. Que bello recuerdo el de la Negra, que evoco con tanto amor sin saberlo y sin ni siquiera verme a mí en él. Solo un pequeño momento que voy hilando de a pocos y que reconstruyo junto a tantos otros reclamos de mi mamá, diciéndome celosa: “Qué cosa ¿no?, que ni con tu propia madre lograbas dormirte y tranquilizarte como lo hacías en brazos de la Negra”. Tantos reclamos por encontrar más madre que mi propia madre a la mujer que vivía en el pueblo más desolado de la costa, llena de masculinidades pesadas y sin hogar adonde llegar. Mujer vivida entre grandes desgracias y soledades, pero con un pecho tan grande y escurridizo como las nubes de azúcar del País de Jauja. La Negra, junto a muchas otras, se iban acostando en mi consciencia sobre el nombre de mi madre, haciendo al final una montaña de cuerpos femeninos con úteros gigantes y pechos que iban creciendo en cada arrullo nocturno durante tantos años. Todas ellas, una encima de la otra, afortunadas de tener ese espacio donde reposan sus cuerpos en mi memoria.
Cómo quisiera ahora, con ingenuidad infantil, correr a los brazos de tantas mujeres de ojos apaciguados y volver a dormir tranquila en las noches pensando en lo protegida que estaba porque ninguna de ellas dejaría que se entraran los ladrones. Volver a esconderme detrás de sus gruesas piernas que me defendían de los juegos bruscos de mis primos mayores, de mi hermana cruel, de los adultos que no reconocía y que no quería saludar, de todo aquello que no quería ver y de lo que no quería ser parte. Volver a esa complicidad en la que todo aquello ellas lo entendían y me escondían en sus pequeñísimos cuartos, más acogedores que ninguno, en donde me arropaban con las sábanas recién sacadas de la secadora para poder dormirme bajo su guardia sin pensar en tantos espacios vacíos, ni en las miradas tristes de tantas otras mujeres que vendrían como Elizabeth llenas de sufrimiento y soledad, junto sus camisas rosadas y sus ojos oscurecidos. Volver a sus cuerpos para olvidar las habitaciones desoladas y los momentos de desasosiego de los domingos, en donde la ropa de la semana sigue suspendida esperando a secarse con la misma lentitud e indiferencia que tienen los pájaros negros que reposan en los techos de tantas casas, y esperan a que pase y pase el tiempo en la ciudad nublada donde a duras penas entran ráfagas de luz.
Me hizo sentir en la paz y tranquilidad de estar pequeña y acostada en esas tetas. Gracias por ese sentimiento.
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