La empatía en el feminismo y el momento en el que me destruyó tanto que me pudo reconstruir

Por: Mariana Luna Corredor

A continuación, son descritos tres retratos de mujeres basados en historias y testimonios reales con los que me enfrenté siendo y no siendo feminista en el pasado. Por último, se expone la tesis sobre la empatía en el feminismo como algo destructor y, a su vez, reconstructor. 

I. Retrato de la niña con la ombliguera magenta

Al lado de un carro ambulante de comida costeña, entre puestos sin lugar ni propiedad, aturdida por las campanadas de la iglesia que quedaba a tan solo 100 metros de la silla donde le abrían las piernas los clientes que comían la arepa de huevo de su padre, absorta en el mostrarse al otro -en el ser-para-el otro- crecía la niña con la ombliguera magenta. No tenía más de 11, pero tampoco menos de 9; en realidad, llevaba 10 años viviendo, ni más ni menos: todo en su justa medida. Y, sin embargo, con tan solo 10 años ya se había afligido, sin saberlo, quizá más por el mundo que cualquier mujer de clase alta lo ha hecho en medio siglo. Sus jeans, que eran más bermudas por su altura hasta la rodilla, se adornaban vagamente con anglicismos en pintura blanca. Su cinturón brillaba por las lentejuelas. Su camiseta dejaba el ombligo a la vista y sus mangas, que tenían pequeñas aperturas a cada lado, dejaban denotar sus hombros. Mientras tanto, entre tanto grito infantil de querer ser más que eso queriendo serlo menos, su cara golpeada se escondía en un brillo barato sabor a fresa y unas sombras escarchadas tan pegajosas que le volvieron sus párpados hinchados una melcocha. Mientras tanto, la niña que posaba sobre la silla como premio de feria era vendida con la arepa de huevo de su padre y el, que no por quererla menos se sumergía de más –demasiado- en su trabajo, tan solo pensaba en si me dieron 50,000 siendo tan solo 2,500 lo que me deben, ¿le devuelvo 46,500 o 48,500 a Don Pedro? Ni la una ni la otra. Tal vez por eso al final del día nunca le cuadraban las cuentas y cada vez menos personas, y más cerdos, visitaban su puesto. 

La niña se llamaba Lucía. Pero también, se llamaba Juliana, Valentina, Laura, Brittany, Isabella y Daisy. Pues ella, como muchas otras niñas de Colombia y del mundo entero, se perdía de vista de sus padres y madres -que no por quererlas menos, como Alvarito el de la arepa de huevo, trabajan de sol a sol para al menos alimentarles con agua panela, frijoles con arroz o peto- y entonces, pareciendo estar al lado de elles mientras se encontraba a cuatro cuadras, sufría día a día sin saberlo por los viejos verdes, las viejas verdes, los perros canosos y los buitres incontinentes. Lucía era esa niña que en 5 años sería tachada de fácil entre sus compañeros. Lucía era esa niña que en 7 años denunciaría a su profesor de química por pasarse de tratos ante su director y en cambio, sería censurada por haberse puesto de nuevo la ombliguera magenta con el cinturón de lentejuelas. Lucía era esa niña que en 10 años tendría que tomar la decisión de abortar porque su cuerpo fue violado a las 6 de la mañana por un cliente de su padre. Lucía era esa niña que en 15 años perdería todo por su ex esposo a quien, denunciado por hacer justicia de todos los golpes, quemones y penetraciones indeseadas, la corte le dio custodia de su vida porque eso le pasa a Lucía por ser tan regalada y, a la vez, tan callada. Ella: era esa mujer que todos criticaban y, por lo tanto, todas alguna vez aprendimos a criticar. 

El problema es: que a Lucía nadie le dijo que ser trofeo de feria era una forma de violencia. El problema es: que a Lucía nadie le enseñó que no tenía que subordinarse ante un hombre. El problema es: que Lucía nunca supo que los clientes que la tocaban al hacer la tarea cuando su padre se iba a buscar el cambio estaban fuera de lugar. El problema es, y ante todo es: que Lucía creció siendo sexualizada por hombres cuyo deseo iba antes que su infancia arrebatada y, cuando se dio cuenta de todas las cortadas a las que había sido expuesta desde su nacer, el gobierno, sus padres, madres y la justicia le dijeron que era por sexualizarse ante los otros; “por comportarse, vestirse y actuar como una perra”, como si no le hubieran enseñado a hacerlo los que pasaban a comprar la arepa de huevo de su papá.  

Así también le pasó a Juliana, Valentina, Laura, Brittany, Isabella y Daisy. 

Así también te pudo pasar a ti. 


II. Retrato de una María que hace cuatro años huyó de su hogar

Sentadas sobre el andén comiendo lo que para mí era un refrigerio y para ella su primera y última comida del día, quizá incluso en 3 días, María me preguntó: Crespa, ¿usted sabe cómo identificar a un inmigrante? No, ¿Cómo lo hago? Usted cuando sospeche, pero disimuladamente porque ay donde le toque una ladilla de esas que se fijan en todo, le mira el cuerpo al inmigrante. Sobre todo, le mira sus manos, sus pies y su cara. ¿Sabe por qué? No señora, ¿por qué? Porque se suele creer que el cuerpo es el reflejo de la mente, pero cuando uno emigra (Repetidas veces María se refería a sí misma como uno en vez de una; nimiedades como esta que reflejan que el patriarcado está en todo y penetra todo: el cuerpo, la existencia, el habla e incluso, la identidad) todo como que se invierte y las heridas que dejó el sol de mediodía en la piel, el asfalto en la planta del pie, las cuerdas en las manos y las maletas sobre los hombros lo atraviesan hasta llegar al alma. Y esto, a veces ni el rosario lo cura. Hablando de eso…Ven María y te desinfecto esas ampollas. Vea crespa que esto suena como cuento de mojonero hablando de signos zodiacales -y eso que yo estoy convencida de que el mío es acuario cuando siempre me sale que soy cáncer- pero le digo la verdad. Yo te creo. ¿En serio? Sí, tal vez arda un poco. No ardió. Qué bueno. Supongo. Ajá. Entonces, de ese silencio ausente por el ruido que hacían los otros voluntarios y los otros inmigrantes siendo atendidos sobre el andén, surgió esa pregunta que a todas nos da miedo lanzar al aire. A lo mejor, porque uno -una- se demora en reconocer su cuerpa. Ve María, sobre esto que me explicaste de las heridas del cuerpo antes de hablarme de tu nieta Sofía, tengo una pregunta. Sí claro crespa, cuénteme que aquí estamos en confianza. ¿Qué hay de las mujeres inmigrantes? ¿A qué se refiere chula? ¿Cómo hago para identificar que una es inmigrante por su cuerpo? Uy. Perdón. No, al contrario, gracias. 

¿Alcanza a ver a esa mujer que está con una camisa de rayas y el ombligo hacia afuera? Sí. ¿Nota que la piel de su abdomen se escurre hacia el pantalón? Sí. Tal vez, eso es lo primero. Las mujeres que emigramos, sobre todo las venezolanas, cargamos con el vientre pesado. ¿Ahora ve que sus tetas son grandes? Sí señora. Quítale la blusa y verás que están llenas de morados y cicatrices. Lo segundo es que ella, la inmigrante, siempre carga con las heridas de ser madre de sus hijos, de los hijos de sus compañeras que no aguantaron el trayecto pero siguen necesitando teta, y de los hijos que simplemente se quedaron sin madre. Eso sí, nunca verás al padre con las tetillas hinchadas por el diente con el que chupa su nene. No porque no le pueda dar teta, sino porque al final de las cuentas, siempre está como más presente uno -una- que es madre. Quédate quieta que te tengo que poner la gasa. ¿Ya? Listo, continúa. ¿Ve que tiene chanclas de caucho desgastado y uñas pintadas con esmalte barato? A mí me gusta el color. A mí también; igual eso no sube la clase. Okay. Lo tercero, es que en las plantas de los pies y los alrededores de sus dedos gordos la inmigrante trazó, como si fueran arrugas, todos esos caminos ampollados por los que anduvo en su vida. Desde la carretera de Cúcuta a Bogotá, hasta los trotes en el semáforo vendiendo mentas y las escapadas de la policía que no deja ni pedir merienda. Creo que ya estoy entendiendo María. Usted como que aprende rápido crespa. Pero ya terminemos que me están saliendo más cicatrices en la lengua. Ahora mírele las manos, ¿ve que están secas? Sí. A uno -una- le dicen que es por no echarse suficiente crema cuando carga con la vida entera entre ciudades donde se despilfarra y camiones tan vacíos que lo suben sobre el techo para llevarlo hacia el siguiente pueblo. Sin embargo, yo que ya llevo 4 años conociendo cómo es la vuelta, sé que esa resequedad es por tanto camellar para escuchar cada semáforo y medio que el vago siempre prefiere regatear a trabajar en serio. O, por cada cinco semáforos escuchar a alguien decir que esa mano popocha y ese cuerpo relleno aguanta para subirse al carro de un casado que quiere quitarse las ganas de en medio. Ahí, es cuando de las manos resecas hasta la boca sedienta uno -una- siente como que se le va el agua, la sangre, el aire y cualquier anhelo. Lamento mucho eso María. Sí, yo también crespa. Ya por último, creo que lo más importante chula, es que a la mujer inmigrante se lo ves, a tres kilómetros, en la forma en la que deja caer sus párpados por el sueño. Y eso, ¿Por qué? ¿No que estaba entendiendo? Sí, pero prefiero que me cuentes en primera persona para sentir ese duelo. Eso sana mi crespa, créame que sí, es usted como buena. Gracias. En fin, porque en su mirada vacía, en su parpadear exhausto, en sus lágrimas color desdén, la mujer inmigrante refleja todo eso que carga sobre su cuerpo, que esconde en su alma y que a veces cuando una voluntaria se le acerca a limpiarle las ampollas le grita con una voz que salta y un suspiro entero. Gracias María. Gracias a usted mi crespa, ¿Qué falta? Reportar tu atención y que nos vayamos a ese Tostao para que me sigas hablando de esto, ¿Te parece? Me parece. ¿Así siempre debería ser no crees? ¿Qué chula? No sé, esto. Que, a pesar de no tener tu edad, tus cargas o tus penas, una te escuche, te duela y te entienda. Tiene razón crespa. Quizá lo que más se le nota a la inmigrante es que en su caminar, que nunca es en soledad, ve que deja huella de hasta seis suelas de chancla por todas las pisadas de sus compañeras. ¿Vamos? Vamos. 


III. Retrato de ocho amigas almorzando en la cafetería

Las tradiciones se importan. Las tradiciones se extrañan. Las tradiciones se aprenden a llamar. Por más cambios que traiga la vida, por más vueltas que absorban dentro de un tornado, por más caídas que se avecinen sobre el vacío, siempre está ahí, como colchón de vitrina, la tradición donde una se puede desmayar, recostar y luego levantar. Todas, sin falta, acogen en algún momento su tradición. Algunas la mantienen por siempre, otras por cinco segundos, otras por una noche. En mí caso, la mantuve durante los seis años de mi bachillerato y ahora trato, o más bien tratamos, de revivirla cada tres meses en un entrever. Al comienzo algo espontáneo, luego algo rutinario, la tradición mía y de mis amigas fue el sentarnos bajo pleno sol de mediodía en una de las mesas color arena quemada de la cafetería a hablar. Hasta los codos, hasta las rodillas, hasta los dedos meñiques del pie. De lo que fuera. De lo que saliera. De eso que emocionaba y ponía los pelos de punta. De eso que emputaba y nos hacía masticar más duro. De eso que hería y por lo que lagrimeábamos sobre la pasta a la que le hacía falta sal. Hablando sin filtros ni tapujos, aprendí también a escuchar. A escucharlas a ellas, a escucharlas a todas, a escucharme a mí. Porque cuando menos lo imaginábamos, nuestras conversaciones que empezaban hablando de Hannah Montana o de una fiesta a la que queríamos ir, siempre cagadas de la risa, terminaban en confesiones de aquello que aún no habíamos sanado, de aquello que todavía nos pesaba, de aquello que todavía nos arrastraba; mientras tanto, mientras las voces de penumbra se desahogaban mirando al cielo, el silencio reconfortante y el crujido de la comida hacían lo necesario para que aquella que tuviera la palabra, en ese acto de escupir lo que cargan mis ovarios porque a veces se convierte en mucho cólico y dolor de espalda, encontrara en su develo de mujer -y entre mujeres- cierto consuelo. Ahora que me miro fuera de, y a la vez inmersa en, esa tradición, estoy convencida que fue gracias a la apertura entre amigas durante el almuerzo que yo, ella y todas nosotras pudimos, aunque de a ratos cojas, creernos el cuento de que ni un padre, ni un ex novio, ni un amigo, ni un profesor ni mucho menos cualquier fulano, nos iba a impedir de salir a la vida para comernos el mundo entero. E incluso, estoy aún más convencida, que fue perdiéndome entre sus voces, trasponiéndome en sus historias y esforzándome por sentir eso que ellas sentían al contar con sonidos que desgarran lo que las hastiaba o emocionaba que, así como todas lo hacen en algún momento de juntanza, aprendí a ser compañera, a ser amiga y a ser mujer. 

En fin. Historias como estas con las que una se encuentra mil y una veces más para contar mil y dos veces más. 


IV. Antología de retratos y el por qué mi feminismo es sobre todo la empatía propia y hacia la otra

Los tres anteriores retratos, que con minuciosidad describen realidades muy diferentes entre sí vividas por La Mujer, mantienen algo en común que va más allá de lo que a una la estremece por su sexo. Las tres historias, no dan cuenta solamente de la intersección ni mucho menos de lo diverso que puede llegar a ser el feminismo. Por el contrario, lo que atraviesa como cuerda de collar de perlas a cada una de estas es que en todas hubo una trasposición y transfiguración del yo-en-cuanto-ser por el yo-en-cuanto-la-otra. En los tres micro relatos, se reflejan narrativas sobre la experiencia que he tenido pudiendo en el acto de comprender a la otra y lo que a ella la aflige de su realidad, abrazarme a mí como sujeto individual y como sujeto colectivo puesto en un mundo donde no se puede ser una sin aceptar que hay otra. A esto, es a lo que yo le llamo empatía. Esa capacidad de reconocer que ni tú, ni yo, ni ella, ni nosotras debemos recorrer las grietas del mundo sin compañía y que, sin aniquilar esa individuación que nos pertenece, podemos ser-con-la otra o ser-en-juntanza con la otra. 

De aquí, puedo concluir que para mí la empatía es el principio fundamental de como vivo y practico mi feminismo. Eso sí, siendo siempre algo que nunca ha sido fácil ni claro de llevar: pues la empatía en el feminismo se asemeja al parir de nuevo ya que, en el brío por ser-con-la-otra, una se sale, desgarra y destruye de su ser-conmigo para doler (o renacer)-contigo. Doler por todas las niñas como Lucía que fueron sexualizadas, violadas, abusadas y subordinadas. Doler por todas las madres como María cuyos cuerpos han sido tan golpeados, heridos y marcados por el escape que a duras penas se mantienen entre curitas y puntadas. Doler por todas nuestras amigas que han sido silenciadas, humilladas, tumbadas y subestimadas. Doler por ti mujer que en ese mismo entrelazamiento al que me arroja nuestra empatía me enseñas a serlo contigo, a acogerme en el no estar sola, a refugiarme en el soy porque tú eres y de esta sin importar tu clase, tu edad, tu raza, tu etnia o tus creencias salimos con nuestros ovarios bien puestos adelante a prenderlo todo en llamas y comernos con la vida entera. En resumen, la empatía en el feminismo es algo que me ha destruido tanto que, de las llagas que dejó, me enseñó a sanar y reconstruirme como mujer que es para sí, para ti, para la otra y, sobre todo, para nosotras.


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