La mujer que se (des)identifica con la mujer

Por: Michelle V. 

Imponer una identidad alienante es un proceso indispensable en todo sistema de opresión. En particular, la violencia material que el patriarca ejerce sobre la mujer debe ir acompañada del ejercicio de una violencia simbólica que garantice la colaboración de esta con su propia esclavitud. Frente a la amenaza hacia el ejercicio de su poder fálico que representa la existencia femenina plena, el hombre limita esta existencia mediante la imposición de la feminidad. Dicha imposición ha sido tan bien ejecutada que las mujeres hemos asumido la feminidad como una identidad propia, lo cual ha facilitado el trabajo del opresor. 


Diferentes grupos han resistido al ser definidos desde la mirada dominante mediante la práctica, en diferentes grados, del separatismo. La autodeterminación colectiva, como herramienta subversiva contra el orden de dominación, ha permitido descentrar la narrativa imperante. Sin embargo, hablar de una narrativa propia de la mujer parece imposible teniendo en cuenta que no existen mayores registros sobre el funcionamiento de una sociedad prepatriarcal en la cual las mujeres hayamos tenido una posibilidad real de autodeterminación. 


Así mismo, la creencia de que la masculinidad y la feminidad son dos esferas antitéticas pero, a la vez, complementarias ha dificultado el ejercicio de pensarnos fuera del orden de dominación. En realidad la feminidad constituye un subconjunto limitado contenido dentro del espacio infinito de acción de lo masculino. No existe una repartición de atributos para quienes pertenecen a cada esfera a los cuales la esfera contraria no puede acceder. Esto sólo sucede en una dirección, y huelga decir que esta es la que restringe el acceso de la mujer a lo masculino y no viceversa. En un patriarcado que garantiza siempre el acceso del varón a la mujer, también se garantiza un acceso de este a aquellas partes «positivas» de la feminidad —sensibilidad, emocionalidad y cuidado— mediante una relación parasitaria.


Ahora, es claro que lo masculino es sinónimo de poder. Históricamente, la mirada masculina ha construido el entendimiento hegemónico del mundo. Así, los pocos espacios que las mujeres hemos podido conservar como propios escapando del modelo masculino nos han sido, también, despojados, y se han planteado en términos secundarios con el objetivo de eliminar la posibilidad de autodeterminación. Un claro ejemplo de esto es la existencia lesbiana, despolitizada y reducida a ser una versión femenina de la homosexualidad masculina. Esto niega el carácter intrínsecamente subversivo del lesbianismo para con la heterosexualidad obligatoria como régimen que nos exige priorizar la voluntad y el deseo de los hombres. El amor entre mujeres ha sido definido desde una mirada pornográfica y voyerista para el consumo del varón.


Que el segundo resultado de búsqueda de la palabra «lesbiana» en Google sea de una página de pornografía nos debe decir algo sobre nuestro placer y sobre cómo se nos ha impuesto una sexualidad construida alrededor del falo que, además, desprecia nuestros cuerpos. El sufrimiento y repulsión asociados a nuestra menstruación, la negación del placer clitórico mediante la invención del «orgasmo vaginal», el borrado histórico de la existencia lesbiana, y otras herramientas más son intentos por impedir que las mujeres reconozcamos la fuerza de nuestro potencial creativo, que el patriarca tanto teme y envidia. Allí yace la importancia de la des-identificación de la mujer con la mujer —en tanto fantasía patriarcal encarnada en la feminidad—, pues toda identidad es limitante, especialmente aquella que busca garantizar nuestro sometimiento. La autodeterminación colectiva es la única vía para una verdadera liberación de las mujeres como clase política, y llegar a esta es imposible si no desmontamos cada una de las herramientas del amo.

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