Neurosexismo y Neurofeminismo

Por: Daniela Moreno 

A medida que las neurociencias han adoptado métodos matemáticos y tecnológicos de gran rigurosidad, su autoridad dentro del público general se ha consolidado. De esta forma, las investigaciones de esta rama del conocimiento son a menudo empleadas para zanjar discusiones sobre los roles que deberían desempeñar las mujeres y los hombres en la sociedad. Por ejemplo, si la ciencia asegura que las mujeres tienen cerebros más propensos a la emocionalidad, se plantea necesariamente la conclusión de que ellas deben ser quienes se encarguen del cuidado de los niños. De esta forma, las investigaciones que arrojan resultados sobre la existencia de diferencias entre ambos “tipos” de cerebros no solo son tomadas para describir cómo son, en promedio, los cerebros del sexo femenino y masculino, sino para prescribir cómo deben ser y qué lugar deben tener en la sociedad ambos sexos.

Es cierto que, en términos generales, las neurociencias han llegado a un consenso de que existen diferencias entre los cerebros de individuos con sexo masculino y sexo femenino. Por ejemplo, varios estudios han señalado que, en promedio, los hombres presentan más sustancia blanca y más líquido cerebroespinal, y las mujeres más sustancia gris (Goldstein et al., 2001). No obstante, muchas de las diferencias que arrojan investigaciones de revistas de alto impacto son exageradas, o incluso fabricadas, por la escogencia de ciertas metodologías experimentales, métodos de análisis de resultados e incluso supuestos filosóficos sobre cómo está dada la interacción entre la mente y el cuerpo.

A pesar de la alta rigurosidad que se asume que es característica de las neurociencias, ante preguntas específicas de investigación, no existe un único método y forma de analizar los datos que sea infalible y arroje verdades absolutas. Es por esto que está abierta la posibilidad de que las intuiciones que los neurocientíficos desean confirmar sean las que los conduzcan a privilegiar ciertos métodos por encima de otros. En esta medida, muchas investigaciones sobre las diferencias que existen entre cerebros de individuos con sexo masculino y femenino son empleadas, ya sea deliberada o inconscientemente, como dispositivos para perpetuar y validar rasgos y comportamientos que tradicionalmente han estado asociados al sexo femenino. Este tipo de prácticas se engloban bajo la categoría de neurosexismo, que es un fenómeno en el que se emplean prácticas y resultados de investigaciones neurocientíficas para obtener y promover conclusiones misóginas (Hoffman y Bluhm, 2016).

Son muchos los ejemplos de investigaciones recientes que caen en prácticas neurosexistas. A continuación, se ofrecerán algunos ejemplos paradigmáticos. En primer lugar, algunas investigaciones iniciales determinaron que las mujeres tenían lóbulos frontales pequeños y lóbulos parietales de mayor tamaño, en comparación con los hombres. Debido a que se creía que los lóbulos frontales eran donde se “residía” la inteligencia, a partir de esta investigación se sugirió que las mujeres eran menos inteligentes que los hombres. No obstante, cuando nueva evidencia determinó que la inteligencia estaba asociada con los lóbulos parietales, nuevos métodos fueron empleados para llegar a la conclusión de que esta área es más pequeña en el cerebro de las mujeres (Hoffman y Bluhm, 2016).

Otras investigaciones relevantes son las que indagan sobre la emocionalidad y racionalidad de hombres y mujeres. Un estereotipo dominante en occidente ha sido el que ha relacionado a las mujeres con las emociones y a los hombres con la racionalidad, que está asociada con la corteza prefrontal medial del cerebro. En neurociencias, cuando se emplea un método llamado resonancia magnética funcional (que es similar a grabar un video de la actividad cerebral), la interpretación más usual sugiere que, a mayor actividad cerebral, mayor presencia de cierta facultad mental, que, en este caso, es la racionalidad. No obstante, cuando McRae et al. (2008) encontraron que los hombres exhibían menor actividad en esta área que las mujeres, estos autores abandonaron la interpretación dominante y concluyeron que, a mayor actividad cerebral, menor racionalidad, pues la corteza prefrontal medial de las mujeres requería mayor “esfuerzo” para alcanzar el mismo nivel de racionalidad que los hombres (Citado por Hoffman y Bluhm, 2016). Este ejemplo demuestra que, en muchas ocasiones, en la práctica neurocientífica no existen consensos sobre cuál es la interpretación más adecuada de los datos y que a pesar de que estos autores tenían la posibilidad de escoger entre múltiples interpretaciones, optaron por la que confirmaba sus intuiciones misóginas asociadas con la emocionalidad de las mujeres. Lo anterior sugiere, además, que las conclusiones que arrojan las investigaciones sobre las diferencias deben ser analizadas con cautela y siempre a luz del método y el análisis escogido por los autores.

Por otra parte, muchas de estas investigaciones se encuentran cimentadas en supuestos filosóficos que vale la pena examinar. Como lo ha revelado una larga tradición en filosofía de la mente, la relación entre mente y cerebro (o cuerpo) es sumamente compleja y esquiva. En la práctica neurocientífica contemporánea impera una respuesta fisicalista a la pregunta de cómo ocurre esta relación, la cual sugiere que la mente y el cerebro son idénticos. No obstante, existen muchas aproximaciones fisicalistas distintas y una de ellas consiste en que cualquier diferencia en la actividad cerebral necesariamente implica diferencias determinadas en la actividad mental. A la luz de esta interpretación, una investigación que arroje como resultados que existe una diferencia de actividad en los cerebros de sexos masculinos y femeninos podrá concluir que también existen diferencias en sus actividades mentales. Esta aproximación encaja con las conclusiones extraídas por las dos investigaciones mencionadas y a pesar de que no aparenta ser una interpretación que en sí misma no sea neurosexista, en la práctica es útil para reproducir este fenómeno (Hoffman y Bluhm, 2016).

En contraposición, otras propuestas fisicalistas sugieren que es posible que un tipo de actividad mental sea idéntico a un tipo de actividad cerebral en un contexto, pero idéntico a otro tipo de actividad cerebral en un contexto diferente. Por ejemplo, la actividad mental de la “racionalidad” podría ser idéntica al estado cerebral X en mujeres e idéntica al estado cerebral Y en hombres. De esta forma, las diferencias en los cerebros de hombres y mujeres en regiones relevantes no proveerían evidencia para deducir necesariamente diferencias relevantes en sus estados mentales. Esta hipótesis ha recibido apoyo de varias investigaciones, como la de Keller y Menonse (2009), en la que se obtuvo que mujeres y hombres tienen igual desempeño en ciertas tareas de aritmética, pero con diferentes patrones de actividad cerebral asociados (Citado por Hoffman y Bluhm, 2016).

En síntesis, a primera vista el neurosexismo no siempre surge de prácticas “pseudocientíficas” que eviten que estas investigaciones sean publicadas en revistas de alto impacto. Privilegiar ciertas metodologías de investigación y supuestos filosóficos sobre otros son decisiones aparentemente legítimas, aunque estén cargadas de valores. En esta medida, el neurosexismo no solo permea, sino que configura la práctica científica a través de la escogencia “libre” de métodos en cada una de las investigaciones, lo cual es una decisión a la que se ven enfrentados todos los investigadores. Un defensor acérrimo de estas diferencias no se sentirá sorprendido, sino aliviado, ante la noticia de que la infalible ciencia confirmó lo que ya sus intuiciones le revelaban: que las facultades mentales de las mujeres son inferiores a las de los hombres. Sin embargo, ejemplos como los anteriores confirman que son precisamente esas intuiciones las que configuran nuestra práctica científica y que a luz de esta certeza se puede concluir que muchos de estos resultados simplemente son incorrectos. Esta reflexión abre muchas preguntas: ¿realmente pueden ser mitigados estos sesgos sexistas en las neurociencias? ¿Nuestras prácticas científicas siempre han estado y estarán condenadas a ser el reflejo de nuestras intuiciones?


Referencias: 


Hoffman, G. A., & Bluhm, R. (2016). Neurosexism and neurofeminism. Philosophy Compass, 11(11), 716-729.


Goldstein, J. M., Seidman, L. J., Horton, N. J., Makris, N., Kennedy, D. N., Caviness Jr, V. S., ... & Tsuang, M. T. (2001). Normal sexual dimorphism of the adult human brain assessed by in vivo magnetic resonance imaging. Cerebral cortex, 11(6), 490-497.


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